«Para no acabar haciendo el necio, prefiero no empezar haciendo el listo»
William de Baskerville («El nombre de la Rosa»)
«[…] sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo…»
Adso de Melk («El nombre de la Rosa»)

viernes, 1 de marzo de 2013

¿Pensar para liberar?: Horkheimer y Adorno


“Si se piensa, se va menos rápido; pero hay normas de velocidad, establecidas por implacables burócratas, normas que hay que cumplir para que no te echen y, al mismo tiempo, para ganar lo suficiente. […] El agotamiento acaba por hacerme olvidar las verdaderas razones de mi estancia aquí haciendo casi invencible para mí la más fuerte tentación que esta vida implica: la de no pensar, único medio de no sufrir.”[1]
Más que contenido anecdótico o meramente afectivo, estas palabras de Simone Weil, escritas en plena experiencia de trabajo con los obreros, revelan una a veces insospechada pero estrecha relación que hay entre una gran gama de temas de actualidad, sea el trabajo, la dignidad humana, la autopreservación, el progreso, la productividad, el sufrimiento, el pensar, etc.  En dicho texto, la atención está dirigida hacia la relación entre pensamiento y rapidez, siendo esta última una categoría que bien puede abarcar la productividad, la eficacia, la reacción instintiva y/o compulsiva, etc. Asimismo, aparece otra asociación de índole negativa: no pensar para no sufrir. Estas dos relaciones se ven mediadas por una tercera: la que sostiene y mantiene vivas las verdaderas razones para estar donde se está, la relación entre razones-motivaciones y pensamiento.
Con esta triple relación, que parte de una experiencia concreta de la vida cotidiana de la clase obrera de la primera mitad del siglo XX, es posible visualizar de forma narrativa y concreta lo que Horkheimer y Adorno analizaron y describieron sobre la relación entre ilustración y racionalidad, y a su vez, constatar que es a través de un trabajo de resistencia al proceso mismo de la racionalidad hegemónica (iluminista o ilustrada) como se logra conocer desde dentro dicha relación –ya que no es una relación de exterioridad, sino de resistencia, de negación en el sentido de la dialéctica negativa adorniana.
Sin embargo, la descripción de la situación obrera hecha por S. Weil es parte del costo del progreso auspiciado por la Ilustración, lo cual impone una pregunta ¿cómo es posible vivir y aceptar eso? Es aquí donde la racionalidad entra en escena.
Dado que “la Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores […] [y] el programa de la Ilustración era el desencantamiento del mundo”[2], queda claro que su objetivo es la emancipación humana en un doble sentido, liberar al hombre del miedo y constituirlo en señor, amo, para lo cual era necesario desencantar el mundo.
Por una parte, la mención de la emancipación nos coloca en la línea de la tradición de Marx, Nietzsche y Freud, pero también de Kant y de Hegel entre otros. Por otra, dado el contraste con la realidad de miseria causada por el progreso ilustrado, cabe preguntar de qué emancipación se trata, en base a qué racionalidad se le construye y justifica.
Racionalidad remite a la estructura y proceso de conocimiento que determina y media entre el hombre y la realidad; a la determinación de la relación que el hombre (o el sujeto de conocimiento) establece con las cosas (o los objetos de conocimiento) y sus mediaciones respectivas. En pocas palabras, se trata de una relación orientada básicamente a partir del saber.
¿Por qué favorecer una relación desde el saber y no desde otras dimensiones de lo humano? porque es el saber lo que constituye la superioridad del hombre[3], y en cuanto superioridad, es el único medio del que dispone el hombre para emanciparse del dominio de la naturaleza y, en consecuencia, saber es poder.
A partir del saber ilustrado, la lucha del hombre será contra la naturaleza –incluyendo sus mismos instintos- como movimiento derivado de su instinto autoconservación, de modo que su única seguridad consiste en someter toda realidad –incluso a sí mismo- al poder de su razón, no queda lugar para la credulidad y superstición, resquicios de la condición de humanidad sometida a la naturaleza. Una paradoja aparece aquí, el hombre es movido por su instinto de autoconservación, y para superarlo ha de pasar por la negación de sí, e incluso, encontrar razones para vivir. De esta manera, la autoconservación deja de ser la principal motivación en cuanto dinamismo de la naturaleza dejando espacio a la racionalidad de la propia existencia, el cumplimiento de un propósito (de ahí la aparición de las doctrinas y teorías del destino, el plan divino, etc.), o más aún, de una consigna o ley. (Por más baja y denigrante que sea, p.ej. “la paga” como lo muestra el texto citado al inicio del ensayo).
La fuerza de la racionalidad consiste en su facultad de emancipar al hombre en la medida en que está dispuesto renunciar a sí para asumir dicha racionalidad, a introducirse dentro del proceso y estructura del dominio, del poder. Conocer es someter, pero este conocimiento es la forma concreta de la racionalidad ilustrada, de ahí que más que pensar, se trata de una relación de dominio que exige que, para que sea posible la emancipación del género humano, todos se sometan a las leyes dictadas por la razón ilustrada.
La forma clave de la relación ilustrada (configurada desde el “saber”) oscila entre la promesa y el cálculo, sintetizándose en la fórmula o concepto fetichizados, esto es, si por una parte promete algo por otra asocia su cumplimiento a la ejecución efectiva y fiel de las leyes establecidas por la razón, y dicha asociación confiere poder a la fórmula o concepto, en cuanto garante no sólo de la repetición reproductiva, sino de la permanencia del poder humano sobre la naturaleza.
Según los términos empleados por el ejemplo inicial citado, se puede decir que la Ilustración da lugar, en su búsqueda de la emancipación humana, a una racionalidad que libera al ser humano del dominio de la naturaleza y de los mundos divinos o extramundanos, confiriéndole el poder de determinar por sí mismo razones para vivir, razones que lo han de liberar del sufrimiento en la medida en que sean conformes al sistema coherente de la racionalidad ilustrada, y por tanto, en la medida en que lo conduzcan a acatar las normas de (re)producción (quien no produce no sirve, si no sirve, no tiene razón de ser) que aseguran el dominio de sí y de la naturaleza.
Así, esta racionalidad no está inscrita únicamente en el ámbito epistemológico, sino que permea incluso la vida afectiva-pulsional y las configuraciones de la vida sociopolítica a través de la industria cultural. En este sentido, la versatilidad de la razón ilustrada le permite convertirse en su contrario dialéctico, de modo que es capaz de asumir la crítica misma; de ahí que no será el pensamiento el realizador de la emancipación sino su expresión en forma de negación práctica: “Hay una sola expresión para la verdad, el pensamiento que niega la injusticia” (Th.W. Adorno).



[1] S. Pétrement, Vida de Simone Weil, Trotta, Madrid, 1997, pp.354; 359.
[2] M. Horkheimer – Th.W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 19983, p.59.
[3] Id., p.60.

No hay comentarios:

Publicar un comentario